viernes, 8 de enero de 2010

La necesidad y urgencia no es más que el disfraz de la conveniencia

Por Graciela Camaño Diputada Bloque Peronista

El gobierno nacional subvierte el espíritu del reformador constitucional al señalar que un decreto de necesidad y urgencia tiene fuerza de ley. La ciudadanía debe decir basta a este tipo de atropellos.


Me ha movilizado a escribir, a modo de reflexión, algo que leyera en algún periódico como atribuido a voces del Gobierno. Éste sostendría que el Banco Central debe instrumentar ya mismo la cesión al Tesoro de las reservas monetarias para el pago de los compromisos externos dispuesta, conforme al DNU 2010/09 de creación del Fondo del Bicentenario.

Al respecto, como razón plausible, se habría expresado el pensamiento generado en la Casa de Gobierno de que el DNU rige con fuerza de ley hasta que el Congreso o la Justicia no lo invaliden formalmente.

De tales afirmaciones se colige fácilmente que el DNU no es ley en sentido propio, que uno y otra no son lo mismo, ni semántica ni ontológicamente, ni nominal, ni sustancialmente.

El Congreso es quien hace la ley, como atribución y competencia propia constitucionalmente asignada. Es, dentro de la clásica tríada de poderes, quien legisla. Y el producto de tal labor es la ley en sentido formal o estricto.

El DNU constituye un producto propio del Poder Ejecutivo que asume ciertas funciones legislativas, de las que se apropia en puridad, y que no lo convierten por imperio de su propia actuación en Poder Legislativo, ni legislador.

El art. 99 inciso 3º de la CN expresa que, “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”.

Permítaseme, más allá de señalar que la norma habla de “emitir disposiciones de carácter legislativo” y no de “dictar leyes” hacer hincapié en la seriedad del asunto. Adviértase hasta qué punto el constituyente reformador buscó preservar la regla republicana de división de poderes cuando fulmina con la nulidad absoluta e insanable su dictado. Recién luego y excepcionalmente lo habilita a dictar DNU. Si el ejercicio de esta potestad reviste esta impronta, concordaremos con la opinión unánime de la doctrina constitucional en que “la interpretación sobre la vigencia de las normas legislativas dictadas por el órgano ejecutivo es esencialmente restrictiva”.

Y si añadimos la existencia de un control por parte de una Comisión Bicameral permanente y por el Congreso en sí, que se impone por la propia Ley Suprema como resultado de lo expresado en el núcleo de coincidencias básicas de la ley 24.309, con el designio de atenuar el presidencialismo, no tan sólo habrá que relativizar, sino que corresponderá rechazar cualquier intento por asimilar al DNU con la ley.

La ley, una vez promulgada y publicada, goza de una estabilidad en su vigor y vigencia que sólo puede ser puesta en cuestión por la vía del cuestionamiento jurisdiccional, de lo contrario rige sin más

El dictado del DNU, en cambio, no constituye más que un título provisorio, precario, cuyo valor y vigencia nacen acotados y relativos, supeditados a la convalidación legislativa real y efectiva.

Lamentablemente, la experiencia del pasado reciente puede haber conducido al PEN a suponer que tal control se limitaba a una mera formalidad y que la comunicación de los DNU al Congreso tenía lugar para su solo conocimiento y registro. Nada más alejado de la letra y del espíritu de la Constitución.

En este punto resulta forzoso formular algunos interrogantes: ¿Resulta lógico y natural aceptar que una medida -atinente a una clara competencia del Congreso y relativa a la naturaleza y el contenido que ilustra el referido decreto- pueda apoyarse en un título de tamaña precariedad como un DNU? Incluso, ¿procurando con su sólo dictado forzar a que una institución autónoma tenga que desconocer la Carta Orgánica dada por el Congreso, contravenir sus fines y letra y espíritu de la propia Constitución?

¿Acaso el tan subjetivo e inestable, cuando no caprichoso, cómodo y complaciente, expediente de lo que se estima conveniente según la coyuntura, pueden bastar como para echar por tierra con los principios e instituciones de la República?

¿Se compadece un tal temperamento por parte del PEN con el imperativo de Seguridad Jurídica, tan fácilmente bastardeado, al punto de vaciarla de contenido?

¿Qué le ha hecho suponer al PEN que el Congreso no querría o no habría sabido estar a la altura de la consideración y el análisis de una iniciativa de este carácter? Hablo de un proyecto de ley, ni más ni menos.

Ello conduce a sospechar que la necesidad y urgencia no es más que el disfraz de la conveniencia, o más bien un antifaz que no logra ocultar la verdadera identidad del disfrazado.

Dije en oportunidad anterior que había llegado la hora del Congreso. Pues bien, es la misma hora en que debemos aprender a decir basta a la imposición, al atropello, a la decisión inconsulta, a la intentona de sacar provecho del hecho consumado para evitar retrotraer las cosas a su estado originario, al golpe institucional, al autoritarismo, a la afrenta de las instituciones, al desconocimiento de los mandatos de la Constitución. Basta, en definitiva, a este sistemático ataque a la inteligencia y paciencia del Pueblo argentino. Es la hora de aprender a vivir una verdadera república, de construirla.

Celebro que el presidente del Banco Central de la República Argentina, haya honrado en esta ocasión el lugar que le asiste en mérito a su investidura y, haya supeditado su actuación a lo que en definitiva debe ser, esto es, lo que resulte de la decisión del órgano investido de competencia para decidir en la materia: el Congreso Nacional.

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